Iruña Cormenzana

La pintura es artificio pero a veces capta la vida, sucede. Entonces la observamos, la vivimos y la contamos. Deja constancia.

Hace casi una década, el azar procuró que Iruña Cormenzana cambiase el venerado óleo sobre lienzo por la pintura acrílica aplicada a  grandes superficies de cartón, logrando desacralizar -en cierto modo- el objeto artístico y rompiendo, de paso, los límites de los formatos tradicionales. Aquel giro fortuito hacia lo povera, operó una  transformación profunda que refleja, desde entonces, en su obra y se traduce en pureza. El dibujo corpóreo, monumental, escultórico, el gesto y las pinceladas  salvajes, las grandes manchas de tierras elevados, sutilmente, con toques primarios, la temática girando siempre en torno al ser humano, la composición que se desborda hacia un abismo. Todo.

La pintura sobre cartón respira, se resquebraja, como la vida azul, se hace añicos tras la forma de lo aparente. La piel también se cuartea, los paisajes cambian, el tiempo se desintegra.

Iruña deja huella con la sencillez de las personas profundamente buenas, aquéllas que son capaces de amar mucho, de entregarse. Su obra es transparente, intensa, viva así como su rostro, cincelado a cada instante por emociones o pensamientos que desenmascaran el alma, desamparándola, abandonándola a la intemperie, en carne viva.

El azul del mar es una promesa baldía: el rumor de las olas, la línea difuminada del horizonte, gaviotas, alguna vela a lo lejos; el dulce olor a sal. Unas merecidas vacaciones. Pero la huida alegre esconde una tragedia y todo es, y nada es lo que parece.

Iruña Cormenzana conforma el mundo en su pintura, lo ordena y lo desborda.

Transforma el placer en dolor y muerte, en vientres hinchados, cabezas de medusa unidas a cuerpos deformes, insectos que yacen flotando en el agua infinita. El bañista adinerado de Saint Tropéz se retuerce, transformándose en la memoria viva del Mediterráneo: la tragedia cotidiana que se encarna, ahora, sin un color de piel específico, universalizando así, lo más obvio y propio del ser humano, algo que  todos preferiríamos ignorar: nuestro destino último.

Olvidamos que el mundo es tal y como lo percibimos cada uno y, mientras, nos afanamos en movernos buscando un lugar mejor,  aquello que llamamos felicidad, sin lograr escapar nunca de nosotros mismos.  Planeamos la huida para no llegar a ninguna parte, devorados siempre, inevitablemente, por el vórtice que somos. Queda la soledad, el frío, la extrañeza.

Y sin embargo, la dignidad irrepetible de cada ser humano queda latente en cada uno de los personajes representados por Iruña Cormenzana.

 

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